ESTRELLAS FUGACES

Anna Garcia

En el espacio, en el vacío insondable, aceleraba James Holden en dirección hacia la Tierra. El pánico había pasado hacía horas, ahora solo le quedaba la resignación ante lo inevitable.

Según el contador le quedaban menos de 12 horas para quedarse a merced de las fuerzas de gravedad que lo arrastrarían a la Tierra, pero no le preocupaba el impacto con el suelo, ya que antes, mucho antes, sería desintegrado mientras iba atravesando capas de la atmósfera.

Caía a velocidades extremas, temía por la integridad del vestido espacial forzado al máximo mientras se precipitaba en la atmósfera, pero aún le quedaba otra posible manera de morir; una pequeña capsula venenosa que se incluía, extraoficialmente, en el equipo estándar de cualquier astronauta.

Apenas le importaba qué había sido el causante del impacto que había destruido su nave, ya no era importante. Tan solo recordaba que la maniobra de ensamblaje del módulo ruso no salió lo perfecta que debía. En el espacio, aún sin gravedad, las 5 toneladas de masa del equipo, seguían teniendo un efecto considerable. La aceleración que recibió el módulo a causa del golpe durante unas horas fue suave y constante paseo pero sin ninguna fuerza que lo frenase seguiría vagando por el cosmos infinitamente, y cuando se hubiese muerto, su cuerpo, seguiría viajando a esa primigenia velocidad constante. Pero todo eso jamás sucedería, él se encontraba demasiado cerca de la tierra como para no dejarse atrapar, como si fuese un minúsculo grano de polvo espacial, por la gravedad del pequeño planeta.

Los otros seis miembros de la misión habían hecho todo lo posible por controlar todos los errores durante el paseo espacial de Holden, pero todo resultó en vano. Primero observaron una discreta anomalía en el controlador del brazo mecánico, algo que si bien no era un fallo propiamente dicho podría llegar a serlo.

El pequeño circuito que transmitía los impulsos del panel de control a la grúa robótica no estaba calibrado. El módulo de previsión de errores actúo demasiado tarde, alertando del error en el mismo momento en el que se estaba produciendo. Cuando ellos supieron que algo iba mal el brazo robot desvió su carga unos centímetros más de lo que la orden le precisaba situándose peligrosamente cerca de Holden. El astronauta esperaba pacientemente a que se finalizase la maniobra asegurado en un soporte de anclaje para realizar los taladros en la base del módulo de la estación.

El impacto lo recibió el soporte, un golpe sin sonido, sin violencia, pero fue lo suficientemente potente como para generar la energía que dio movimiento a Holden.

El golpe dobló los hierros de la estructura metálica como si fuese hojas de papel, que a su vez, cortaron como tijeras los sólidos cables que sujetaban a Holden con la nave. Ningún sistema de seguridad se reveló como útil.

Finalmente, mientras Holden se impulsaba hacia la Tierra, tanto él cómo sus compañeros sólo pudieron intercambiarse miradas de asombro e impotencia.

Se encontraba en el vacío.

Durante las primeras horas mantuvo contacto con los miembros del Atlantis. Por la radio le transmitían instrucciones sobre posibles y complejas maniobras que le permitirían remontar el control de la situación, pero ambas partes sabían que los verniers de la mochila de impulsión no tenían la potencia necesaria como para ayudarle a colocarse en una órbita alrededor de la Tierra y así permanecer mientras llegaba la ayuda. La maniobra sólo le conseguiría más potencia con la que abreviar la espera.

Intentaron infundirle esperanzas con el posible lanzamiento de una nave de rescate, pero el sabía que eso era inviable. Le daban mensajes de ánimo, de coraje y de valor, y él en cambio se sentía desesperado, pequeño e insignificante.

A medida que las sugerencias y la situación iban a peor las propuestas, los comentarios y la esperanza era cada vez más escasa.

Detrás de la confiada y amable voz del comandante de la misión, Dimitri Moisevitch, podía escuchar los sordos sollozos de desesperación del resto de sus compañeros. Poco a poco se acabaron las palabras y llegó el silencio de la nada.

Un chasquido confirmó el fin del último comunicado. Esta vez era de Houston, estado de Texas, Control de la Misión le agradecía solemnemente los servicios prestados al pueblo americano y le aseguraba que tendría un funeral con honores de héroe y le tranquilizaba por el destino de su mujer y sus hijos que recibirían una generosa pensión y la medalla del congreso.

Él, absorto, no dijo nada, tan solo veía como la Tierra estaba cada vez más cerca y más hermosa. La última frase de Control; solemne, grave y piadosa fue: – Hijo, puede hacer que sea más fácil para todos, no sólo para usted. Tómese la cápsula.

Tenía permiso para tomarse la cápsula, de hecho le recomendaban que lo hiciese, podía suicidarse con honor, pero no se sentía capaz de hacerlo.

Hacía horas que sus compañeros habían cortado la comunicación, en casos como este los astronautas preferían no seguir la conversación, no aumentar la agonía. Era demasiado doloroso involucrarse en una situación en la que podrían verse implicados alguna vez durante sus carreras. James tampoco tenía ánimos como para charlar.

La estación IEE (Estación Espacial Internacional) se iba convirtiendo en un punto cada vez más lejano y brillaba como una pequeña estrella.

James no sabía como era la muerte, pero empezaba a intuir que la calma que sentía era la resignación del condenado, un primer síntoma.

Se sorprendió al darse cuenta de que no pensaba ni en su mujer ni en sus hijos. Tampoco pensaba en su vida, ni en las cosas buenas o malas había hecho o dejado de hacer, tan sólo sentía el momento que estaba viviendo.

La aceleración constante se había acabado, ahora notaba con alarmante familiaridad la sinuosa gravedad terrestre que lo apresaban con su tiránicas fuerzas hacía la peligrosa atmósfera terrestre.

Descubría, que por primera vez en su vida tenía la mente serena, en calma. Y al contemplar su planeta, y cómo se le venia encima, comprendía que su muerte no era nada importante en el ciclo cósmico, y que su existencia tampoco lo había sido. El espacio era lo único que había amado en toda su vida, y se alegraba de haber conseguido llegar a hacer realidad su sueño de la infancia. Conocer la experiencia de estar en el cosmos, era lo más cerca que podría estar de Dios.

Pasaban las horas con extraordinaria velocidad. En esos momentos la Tierra ya ocupaba todo su campo de visión y se alegraba de ver con ojos desnudos semejante espectáculo. Caía sobre la zona nocturna del planeta, en alguna zona del océano pacifico. Recordaba las vacaciones en Hawai y pensaba irónicamente que nunca había pensado en regresar.

La luna, hermosa, iluminaba las formaciones nubosas, y le mostraba los movimientos errantes de los gigantes de vapor. El océano, oscuro, era una superficie inalterable, plana. Era una noche tranquila.

La aceleración era cada vez mayor, y así la sentía, comenzaba a sentir un leve siseo en sus oídos, si era el sonido de un débil viento, ya estaba en la atmósfera.

Su mente intentaba reaccionar de forma animal y mostrarse nerviosa y aterrorizada, pero él quería mantener la calma, disfrutar la experiencia.

Pensó en la locura de los hombres en contraste con la paz del vacío. Sintió lástima por las personas, por los seres humanos, incapaces de tener un punto de vista más claro sobre su situación en el mundo y en el espacio. Únicamente de trataba de una simple falta de perspectiva.

Abajo, tanta locura, hambre, desesperación y tristeza. Tanta limitación al creer que no hay nada más que la disputa constante entre pequeños pedazos de tierra. Desde arriba, desde la muerte que le esperaba, no podía creer que la gente que vivía allí abajo pudiese ignorar que se sentía al ver tu planeta desde fuera. Era una sensación que cambiaba los esquemas de la percepción, que actuaba como una visión divina. A partir de ver el mundo encuadrado en el espacio, en su hábitat natural, era cuando por fin se sabía cual era el hogar. Tanta confusión en un lugar tan bello, perdido en un joven rincón del cosmos.

Momentos antes de entrar en la atmósfera de su planeta recordó un pequeño texto que leyó una vez: “Desde el comienzo del tiempo, han caminado por la Tierra aproximadamente unos cien mil millones de seres humanos. Es una curiosa coincidencia que haya aproximadamente unos cien mil millones de estrellas en nuestra galaxia, La Vía Láctea. Así que por cada hombre que ha vivido en este universo brilla una estrella”.

Una carcajada amarga nació de James Holden antes de notar como empezaba a sentir el calor que pronto le desintegraría. Le agradaba creer que no sólo brillaría una estrella por él en la Vía Láctea, si no que literalmente se convertiría en una. Tal vez alguien que contemplase el cielo desde la Tierra, al ver pasar su estela llameante por el firmamento, alimentaría el alma de esa persona por algún tiempo, con la esperanza de un deseo formulado, todavía por cumplir.

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